Ciertos cánones de belleza femenina, en el Japón feudal se caracterizaban sobre todo por las mujeres cultivadas en oscuros palacios, cuyas blancas pieles nunca habían visto el sol, y sus cuerpos escuálidos ocultos bajo pesados kimonos, portaban una enfermiza carga erótica. En especial para curtidos hombres de campo intrigados por la exclusividad de la vida de palacio.
El arte japonés de la época, alimentaba la tendencia de tratar a la mujer como sutiles personajes ausentes, de una lúgubre fragilidad representativa.
Sin embargo estas mujeres solo eran una elitista minoría que poco tenía que ver con el estereotipo real de la mujer. Aunque a pesar de esta minoría, las frondosas mujeres de pieles quemadas, por el duro trabajo en el campo, rebosantes de vitalidad y de cuerpos bastos forjados por el quehacer diario; poco tenían que hacer a la hora de competir en encantos, con la fragilidad de esas otras mujeres, cautivas en oscuras habitaciones de aire enrarecido.
En ese paraíso orgiástico, (época de la Montaña Mágica de Thomas Mann), la belleza tuberculosa de trémulas mujeres de pieles frágiles, con unos cuerpos salidos de ultratumba, causaba estragos entre aquellos románticos turbados por el calavérico erotismo de la época.
Mujeres que al igual que sus contemporáneas japonesas, compartían ese brillo venoso surgido de entre translúcidas pieles salidas de fetales profundidades en donde no llega el sol. Sin embargo, el cautiverio de estas mujeres resultaba una independencia intelectual, que quizás, era lo que realmente cautivaba a los hombres que rondaba las clases altas. Estas mujeres eran ávidas lectoras de pliegos sedosos como sus cuerpos, las mujeres japonesas de palacio crearon por primera vez una cultura de género en un mundo eminentemente masculino. Leyendo y aprendiendo a hurtadillas, la culta lengua china oficialmente sólo apta para hombres. Ante sus ojos pasaron lejanos mundos literarios inconcebibles en aquel confinamiento de palacio, pero que fueron antídotos con los que combatir la cruel tiranía de vivir cautivas, en claustrofóbicas jaulas de oro. En las horas de tedio, las mujeres adaptaron con sus trazos suaves y delicados la antigua trascripción fonética del manyogana, para escribir obras maestras de la literatura en el silabario hoy conocido como hiragana, accesible a todas las clases sociales.
A día de hoy, el antiguo canon japonés de física fragilidad se ha extendido a la intelectualidad, aunque el prototipo de mujeres descerebradas y sumisas mantiene algunas características antiguas como pieles vírgenes de sol. Sin embargo, multitud de cánones surgidos de oscuras fantasías masculinas y alimentados por los mass media, han terminado por distorsionar la imagen de clásica belleza de la mujer japonesa, el nuevo modelo ideal de belleza consta de algunas contradicciones con el canon clásico, como pechos rollizos, dientes imperfectos resemblando caras de adolescentes, o piernas deformadas que poco tienen que ver con el esbelto caminar de la mujer madura, pero que en su torpeza parecen traer el recuerdo de inocentes niñas que por primera vez calzan los zapatos de tacón de su madre. Estas características no hacen más que degradar la imagen de la mujer, que pasa a concebirse como una mujer demasiado maleable, cuya identidad se pierde en esta sociedad eminentemente machista.
En la actualidad los japoneses siguen siendo muy cuidadosos protegiéndose del Sol, están muy concienciados con que el Sol es malo para la salud y además según los estándares de belleza japoneses cuanto más blanco sea el color de la piel, mejor.
En la actualidad, en los meses de verano, la gente va con parasoles por la calle, las chicas llevan protección del 50 o más por defecto incluso en invierno al igual que muchos chicos incluso hay gente que se pone guantes para no coger moreno en verano.
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